
Genaro sonrío. No era muy común recibir aquel tipo de cartas, de hecho era la primera, con lo que no pudo evitar que su cara mostrara primero sorpresa y luego alegría, mezclada con cierta satisfacción. Leyó de nuevo el remitente: Segismundo Ramírez. Intentó recordarlo. La imagen de su rostro en su mente era una mezcla de otras caras, solo recordaba algunos rasgos y su cerebro rellenaba las lagunas con rasgos de otras personas, otros clientes. Segismundo no había sido un caso especial, por eso, después de algo más de veinte años, su cara empezaba a desvanecerse en su memoria.
El sobre llevaba el sello del Centro Penitenciario de Alcalá Meco, donde Segismundo había estado recluido desde que se dictara sentencia por aquel delito de asesinato. Segismundo no se cansó de repetir que él era inocente, pero todas las pruebas indicaban lo contrario, con lo que Genaro, abogado de oficio por aquel entonces, no pudo hacer nada por salvarlo de la cárcel. No pudo y, en cierta manera, no quiso, dicho sea de paso, pues Genaro siempre pensó que Segismundo era culpable. Tenía cara de culpable, aunque ahora no pudiera recordarla perfectamente.
En su carta, Segismundo decía que la prisión le había cambiado la vida y le agradecía el haberle facilitado cumplir aquella condena. «Le escribo estas líneas para agradecerle que aquel 23 de junio de 2004 decidiera usted enviarme a prisión». Explicaba en su emotiva carta que había encauzado su vida estudiando enseñanza secundaria y luego la carrera universitaria de derecho. Ahora Segismundo también era abogado. Genaro había creado una nueva vida, había ayudado a un hombre a enmendar sus errores y le había sacado de su infierno particular. Y lo había conseguido obligándole a cumplir aquella condena. No se había esforzado en su defensa y eso favoreció a su culpabilidad.
«Hasta el día que pueda acercarme para agradecérselo en persona, se despide de usted» concluía su carta Segismundo.
Genaro se dirigió a la biblioteca de su estudio y buscó el caso de Segismundo en sus archivadores antiguos. Al abrir la carpeta y ver su foto, se acordó de él. Revisó su sentencia, le habían caído veinte años, con lo que aún quedaba algo de tiempo para esa visita de agradecimiento de la que hablaba Segismundo en su carta.
Guardó la carta en la carpeta, y esta en el archivador correspondiente, que devolvió a la estantería. Volvió a sonreír, siempre es agradable cuando a uno le dan las gracias por el trabajo bien hecho, aunque fuera años más tarde.
De repente, se dio cuenta de que no oía a su hija Lucía, de tres años. Por la mañana había tenido un poco de fiebre, con lo que su mujer y él habían decidido no llevarla a la guardería. Él se había quedado en casa con ella, haciendo homeoffice, y hasta hacía un rato la había estado escuchando trastear en el salón, en su zona de juegos. Quizá se le hubiera pasado el efecto del dalsy y se hubiera amuermado un poco. Decidió ir a echar un vistazo.
Lo que encontró casi le hizo vomitar.
Su hija no estaba en el salón, pero en su lugar encontró un enorme charco de sangre que cubría casi toda la zona de juegos.
Su corazón comenzó a palpitar tan fuerte que sentía que se le podría salir por la boca. La cabeza le dio vueltas y la vista se le nubló. Cayó de rodillas. Buscó con la mirada a su hija, pero no veía nada. Se arrastró hasta la zona de juegos y se manchó con su sangre. La palpó incrédulo sin saber qué hacer. La llamó a gritos, pero la niña no contestó.
En un momento de lucidez, encontró el móvil en el bolsillo de sus pantalones. Solo acertó a llamar a su mujer, que era el último contacto al que había llamado, pero saltó el buzón de voz. Le dejó un mensaje aterrador, que casi no se entendía por el llanto incontrolado.
Se limpió los ojos con la manga de la camisa y entonces vio que había un rastro de sangre. Se levantó y siguió las manchas en el suelo hasta la cocina. Cuando vio a su hija metida en el fregadero se le heló la sangre.
Se acercó a ella despacio, temeroso. La niña tenía los ojos abiertos, pero no se movía. Genaro sintió una nueva oleada de nauseas y mareos. Pero antes de que llegara hasta ella algo llamó su atención. La puerta del frigorífico se cerró de golpe y tras ella apareció un hombre.
—No está muerta… —dijo— aún.
Genaro lo miró con los ojos muy abiertos. Habían pasado muchos años, pero, gracias a la foto que acababa de ver en su estudio, pudo reconocer a Segismundo, un poco más calvo y mucho más delgado que cuando era su cliente.
—¿Qué…? —Genaro intentaba articular palabra, pero le era imposible, estaba demasiado conmocionado.
—¿Que por qué lo he hecho? —interrumpió Segismundo, mientras se abría una lata de cerveza fría que había cogido del frigorífico— Porque quería arrebatarte lo que tú me has arrebatado a mí, porque me he tirado veinte años en la cárcel —dio un sorbo a la cerveza y miró fijamente a Genaro—. Porque la vida no es justa, Genaro.
Genaro no entendía nada. Su vida acababa de irse por el desagüe del fregadero de la cocina, junto con la sangre de su única hija, que miraba al techo con los ojos muy abiertos y vacíos.
La rabia empezó a abrirse paso en su estómago, apartando a un lado las nauseas y subiendo por el pecho hasta los hombros. Cogió fuerzas y se avalanzó contra el asesino de Lucía. Quería aplastarle la cabeza con sus propias manos. Quería sacarle las entrañas y pisotearlas.
Pero Segismundo esquivó el previsible ataque con facilidad, rodeó a Genaro y lo agarró por el cuello desde atrás, inmovilizándolo.
—¿Sabes? —dijo con voz tranquila— Si yo venía a matarte a ti, pero al ver a tu hija he pensado que esto podría hacerte más daño, que tu sufrimiento duraría más.
Genaro apenas podía respirar, el brazo de Segismundo le aprisionaba el cuello cada vez más fuerte.
—Mi sufrimiento ha durado mucho, ¿sabes, Genaro? —continuó Segismundo— No entraba en mis planes tirarme media vida en la cárcel, y eso que me han dado la condicional por buena conducta.
Aflojó un poco el brazo porque parecía que Genaro empezaba a ponerse azul. Parecía querer decir algo, pero no podía. Segismundo lo miró fijamente e intuyó lo que quería decir.
—¿La carta? —preguntó y soltó una carcajada—. Bueno, es verdad que me he sacado una carrera, pero la hubiera estudiado igual fuera de prisión ¿sabes? Sí, la cárcel me ha cambiado la vida, tío, me ha convertido en un asesino.
Genaro lo miró incrédulo.
—Te lo dije mil veces —dijo Segismundo aflojando del todo el brazo y liberando a Genaro del yugo que lo asfixiaba—, era inocente. Yo no maté a aquel niño.
Se levantó y miró al fregadero.
—Pero ahora sí soy un asesino —dijo señalando a Lucía—. Y ya he cumplido la pena, gracias a ti, Genaro. Ahora me voy a ir y no quiero que me busques, porque ya estamos en paz. Acepta tu destino como yo acepté el mío. Sigue tu vida y yo seguiré la mía. Estamos en paz.
Segismundo se fue y Genaro se quedó tirado en el suelo de la cocina, intentando comprender cómo un error del pasado le había pasado factura de forma tan brutal, sesgando su vida para siempre.
los pelos como escarpias😱
Me alegro de que te haya gustado!
En cierto modo se se lo ha buscado. Pocas cosas hay peores y tristes que un inocente condenado. Genaro le destrozó la vida, y lo convirtió en lo que la justicia y él creían que era. Es un relato terrible pero con un fondo muy triste, muy duro.
La escena de la niña en el fregadero escalofriante.
Un saludo, Fran.
Muchas gracias por tu comentario, Ricardo.
Has captado muy bien lo que quería expresar. Me alegro de que te haya gustado.
Un saludo!