
Érase una vez un lobo que vivía en un bosque cercano a varios pueblos. Se acababa de emancipar de su manada, a la que no podría volver a ver hasta pasar su adolescencia y hacerse un lobo de provecho, y había decidido que aquella zona podría ser como cualquier otra para su cometido.
Se suponía que debía ganar maestría en la caza y así hizo, atacando a conejos, liebres y otros animalitos del bosque. También debía aprender a atacar al ganado de los pueblos vecinos, pero al acercarse a los diferentes pueblecitos apareció en él un extraño interés por sus habitantes, y en lugar de aprender a atacar para convertirse en lobo feroz, aprendió a escuchar y se convirtió en un lobo cotilla. Así pues, llegó un momento en el que conocía el nombre, los oficios y los gustos de todos ellos.
Un buen día vio aparecer por el sendero del bosque a la hija de la Encarni, la costurera, a la que todos llamaban Caperucita Roja, porque llevaba siempre puesto una caperuza de ese color, que le había hecho su madre, que cosía muy bien. Sabía que debía sorprenderla y devorarla, pero en lugar de eso, se acercó a ella para charlar un poco.
—Caperucita, Caperucita ¿adónde vas? —le preguntó.
—A la casa de mi abuelita, que está malita —contestó sorprendida la niña, mostrando el cesto con comida que le llevaba a su abuela.
“¿Malita?”, pensó el lobo, “quizás esta sea la ocasión perfecta para estrenarme con humanos, ¿quién va a echar de menos a una anciana enferma?”.
—¿Y dónde vive tu abuelita? —volvió a preguntar sin poder ocultar una sonrisa picarona.
—Más allá de donde termina el bosque, en un claro rodeado de grandes robles —contestó Caperucita.
El lobo supo enseguida de qué hablaba la niña. Conocía aquella cabaña, pero nunca había visto a la abuelita, debía llevar tiempo enferma sin salir de su hogar.
—¿Sabes qué haría realmente feliz a tu abuelita? —dijo astuto el lobo— Si le llevas algunas de las flores que crecen en el bosque.
Solo necesitaba que la niña se perdiera un rato por el bosque para que a él le diera tiempo de zamparse a la abuela.
—Es que mi mamá me dijo que no me apartara del camino —dijo Caperucita.
El lobo intentó pensar con rapidez.
—¿Ves ese camino que está a lo lejos? Es un atajo con el que llegarás más rápido a la casa de tu abuelita —dijo, maravillado de su increíble ocurrencia.
Caperucita siguió entonces el consejo y se puso a recoger flores, para sorpresa del lobo, que no podía creer la inocencia de la niña.
Tras observar como Caperucita se alejaba hacia el otro camino que la perdería por el bosque, él se dirigió raudo a la cabaña de la abuelita. Entró despacio y la encontró tumbada en la cama, hecha un ovillo. No debía tener más de un par de bocados, suficiente para su debut con humanos.
“Ya verás los de la manada cuando se enteren de que me he zampado un humano”, pensó, “lo van a flipar en colores” y rio satisfecho.
Pero justo cuando se disponía a entrar en el dormitorio, la señora se levantó de la cama, con lo que el lobo se asustó y se escondió para esperar al momento oportuno.
La abuelita se quitó el camisón y se fue desnuda al baño, el lobo pudo ver como se metía en la ducha. Tendría que esperar un poco más.
Pero entonces escuchó como entraba Caperucita en la cabaña. No pudo creer que llegara tan pronto. Asustado por que lo descubriera allí, decidió vestirse con el camisón de la abuelita y meterse en la cama.
La niña entró en la habitación y se acercó a la cama. Venía feliz, pero le cambió el gesto al ver a su abuela. Estaba irreconocible.
—Abuelita —dijo—, ¡qué ojos más grandes tienes!
—Son para verte mejor —dijo el lobo, intentando imitar la voz de una persona mayor.
—Abuelita, abuelita —dijo de nuevo Caperucita—, ¡pero qué orejas más grandes tienes!
—Son para oírte mejor —contestó el lobo, que empezaba a alucinar con sus propias dotes artísticas.
—¿Pero tú te crees que yo soy imbécil? —preguntó de repente la niña, destrozando el teatrillo que estaba montando el lobo—, tú eres el lobo que me he encontrado hace un rato en el bosque, no engañas a nadie, ¿dónde está mi abuelita? —dijo y sacó un cuchillo del cesto con comida que llevaba, con el que apuntó al lobo, amenazante.
El lobo se asusto mucho y se pegó todo lo que pudo al cabecero de la cama, alejándose de la niña todo lo posible.
No sabía qué hacer, y antes de que se le ocurriera algo, apareció la abuela mojada y con una toalla blanca anudada al cuerpo por encima del pecho.
—Hola cariño —dijo a su nieta—, ¿qué coño hace un lobo vestido con mi camisón sucio y metido en mi cama?
El lobo no podía sentirse más avergonzado. Iba a empezar a excusarse y pedir perdón, cuando, de repente, irrumpió un cazador en el cuarto, con su escopeta en las manos.
—He oído voces —exclamó—, ¿necesitan ayuda?
Todos se volvieron hacia él.
—Pero vamos a ver —dijo la abuela mientras se le caía la toalla al suelo y dejaba al aire todas sus lindezas arrugadas —, ¿yo para qué cojones tengo un timbre? ¿Es que nadie sabe llamar a la puerta en esta puta comarca o qué?
El cazador, fascinado por el cuerpo desnudo de la señora, dejó caer la escopeta al suelo, que se disparó sola, provocando que todos se tiraran al suelo.
El lobo aprovechó el alboroto para salir por la ventana y huir lo más rápido que pudo, sin mirar atrás. Cuando Caperucita se levantó y miró a la cama, el lobo ya había desaparecido.
El lobo corrió y corrió. Tenía que alejarse de aquel bosque y de aquellos humanos. Decidió que buscaría otro sitio para cazar y también que nunca más intentaría comerse a un humano. Eran demasiado impredecibles y complicados para él.
¿A quién se le ocurre meterse con el animal más peligroso del mundo? A un lobo más inocente de lo que parecía, claro. Un giro divertido, con un trasfondo realista, que deja en evidencia lo peligroso que es el ser humano.
Me ha gustado la puesta en escena de la cabaña.
Un saludo, Fran.
Muchas gracias, Ricardo. Me alegro de que te haya gustado.